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Apareció perdido en mi aldea en octubre de 2013, con un miedo desmedido hacia los hombres. Tenía alrededor de un año.

El mangallón de mi manada me ha puesto contra las cuerdas de mi propio límite muchas veces. No es fácil ayudar a un perro a controlar y gestionar sus miedos, pero cuando el miedo se manifiesta de manera reactiva en un pastor de casi 40 kilos… ¡telita! Solo tardó muchos días en atreverse a entrar en nuestra casa: dormía en la finca, nos acompañaba a pasear y me dejaba acariciarlo, aunque se notaba que le daba miedo el contacto. Nunca sabré de dónde venía, pero intuyo que de una granja donde lo criaron para pastorear, enseñándole a palos. Y supongo que decidieron abandonarlo porque no servía para su cometido: es demasiado nervioso.

Me costó casi dos años y darle mucho la paliza a la etóloga conseguir que Solo aprendiese a controlar su estrés, a confiar en los humanos… a ser feliz. Lloré muchas veces de impotencia, hice todo mal en demasiadas ocasiones, cuando no podía más… pero, pese a todo, Solo se convirtió en ese pastor leal hasta el infinito y tan tan parviño que ya se intuía cuando decidió escogernos como familia.

Nos cuida a todas con devoción, especialmente a “sus” gatas y a “su” cabra, y pese a su envergadura, todos los perros confían en él, quizá porque saben que siempre los va a proteger de los abusones. Sigue volviéndome loca a menudo, ¡cómo no! Pero mi vida no sería igual sin esta sombra rubia constantemente pegada a mí.

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